CONCILIACIÓN Y CULTURA
DE PAZ EN EL PERÚ
(Un análisis del Centro de Conciliación y Centro de formación de Conciliadores Patmos)
Por: CARLOS CASTILLO RAFAEL
El
artículo 2 de la Ley de Conciliación señala: “La conciliación propicia una
cultura de paz”. Si a éste artículo lo relacionamos con el artículo 1 de la
misma Ley, en el que se indica “declárese de interés nacional la
institucionalización y el desarrollo de la conciliación...”, podemos entonces
concluir que nuestra sociedad se adhiere a la invocación formulada por la
UNESCO y pone en el centro de su interés nacional la construcción de una
cultura de paz. En este caso, vía la institucionalización y el desarrollo de la
conciliación extrajudicial.
La
conciliación encuentra en la cultura de paz su finalidad última. La razón de
fondo por la que solucionar los conflictos apelando a la terapia del diálogo y
a la voluntad consensual de las partes dispuestas a superar sus diferencias. De
suerte que aquellas voces que afirman que la conciliación extrajudicial se
agota en los objetivos de descargar procesalmente la instancia jurisdiccional o
promover la desjudicialización de los conflictos no alcanzan acertar la razón
de ser de la conciliación. Pueden tales objetivos ser deseables y la
conciliación extrajudicial seguramente los podrá cumplir, pero ello en la
medida en que realiza su auténtico fin: promover una cultura de paz en la
sociedad civil. Pero ¿Qué entender por Cultura
de Paz?
Es
frecuente hablar de la paz, pero casi nunca en relación con la cultura. Grave
error, pues si hay alguna forma de que el frágil tallo de la paz crezca,
florezca y de sus frutos permanentes es cultivando sus raíces con el acervo
espiritual que da vida a los pueblos. Un cultivo cotidiano, integral e
irrenunciable de los hombres comprometidos a convivir sin guerra, y, en
general, sin violencia.
La
paz es un asunto humano. Es la forma que tiene el hombre de hacer su mundo de
vida habitable para sí y para sus semejantes. Con la cultura el hombre recrea
su mundo, se apropia de él a la medida de sus posibilidades y aspiraciones y
tanto como su inteligencia, voluntad y sensibilidad se lo permitan. La cultura
representa la comprensión humana de la vida y la forma como se vive de acuerdo
con opciones, gustos y privilegios enteramente humanos.
En
medio de esta diversidad y riqueza de hábitos y costumbres, la paz es sinónimo
de consenso, acuerdo y diálogo. La paz es esa armonía que permite a cada ser
humano convivir con sus semejantes, es decir, con sus elecciones, preferencias
y creencias de raigambre cultural. Si esto no sucede es por un empobrecimiento
del cultivo que la educación debió ejercer sobre las personas. Tal
empobrecimiento o debilitamiento de la cultura se muestra en el simple hecho de
haber convertido a la cultura y a la paz en dos conceptos separados y no
relacionados. En el colmo de la confusión, es más habitual hablar de una “cultura
de la violencia” que de una cultura de paz.
Es
difícil entender como la cultura con la que el hombre se apropia del mundo
(transformándolo en su hogar) puede servir también para promover la destrucción
del mundo y la del propio hombre. La cultura humaniza el mundo dejando atrás el
antiguo escenario de las cavernas. Desde este punto de vista es un
contrasentido hablar de una cultura de la violencia o del conflicto. Aún cuando
es inevitable pensar en ello al ver el éxito que tiene “el cultivo” que llama a
la barbarie, a la intolerancia, al sectarismo, a la violación de los derechos
humanos y al rompimiento del diálogo. En suma, a una lógica adversarial por la
cual los seres humanos se muestran como rivales. Así, es ingenuo esperar que la
paz este entre nosotros.
¿Qué
hacer, entonces, con nuestra aspiración de paz enfrentada a prácticas y
actitudes violentas ó conflictivas que, ahora, se difunden y alientan?. El
padre Mac Gregor (quien a dedicado toda una vida a la reflexión del significado
de la cultura de paz), propone fomentar, vía la educación, un “proceso de
transformación de la cultura de fuerza”, de dominación, a lazo de unión entre
los hombres”.
La
idea es que la educación (y, agregaría, todas las instituciones que puedan
hacerlo como es el caso de la conciliación extrajudicial y, en general, de los
medios alternativos de solución de conflictos) construya la seguridad de las
personas, enseñando la conveniencia y el valor de una práctica moral y cultural
comprometida a “no usar la violencia para la solución de conflictos”. Este
sería el propósito de una cultura de paz.
Podemos
afirmar que la paz es susceptible de ser entendida en dos sentidos:
a)
En un sentido negativo, como la ausencia de guerra
o conflicto;
b)
En un sentido positivo, como la práctica activa del
bien.
¿Práctica
activa del bien? ¿Bien en qué sentido? ¿Acaso como lo entiende una
cultura en particular o, tal vez, como es defendida por cada quién?
La
cultura de paz superaría cualquier relativismo moral en torno a una práctica
del bien, al poner el acento en el cultivo de ciertas actitudes éticas en el
ser humano, indispensables para acceder a la paz sin que las diferencias
culturales sea un impedimento para ello.
En
efecto, el MANIFIESTO 2000, documento redactado por la UNESCO en el año
internacional de la Cultura de Paz, propuso la adhesión y el compromiso de
asumir seis actitudes básicas para la consolidación de un punto de vista ético
con el que se encaren los múltiples problemas de hoy y de siempre. Es decir,
aquellos relativos al logro “de un mundo más justo, más solidario, más libre,
digno y armonioso, y con mejor prosperidad para todos”.
Estas
seis actitudes conducentes a una cultura de paz son:
a)
Respetar todas las vidas: Respeto a la vida y a la dignidad. Dejando atrás todo tipo de
discriminación o prejuicios raciales, de género, etc.
b)
Rechazar la violencia: No
sólo no practicar la violencia sino combatirla en sus diversas formas (física,
sexual, psicológica, económica, social). Es la práctica de la no violencia
activa.
c)
Liberar la generosidad: No condicionar la ayuda al prójimo o a quien lo necesita. Desarrollando
en lo posible una ayuda comprometida, decidida y permanente. Dicha ayuda
implica también denunciar y no ser parte o cómplice de ningún tipo de
exclusión, y justicia, opresión política y económica.
d)
Escuchar para comprenderse: Desarrollar la escucha y el diálogo sin ceder al fanatismo, a la
maledicencia, o rechazo al prójimo. No coactar la libertad de expresión ni el
derecho a la defensa sincera de las convicciones o intereses personales,
respetando toda diversidad o alteridad.
e)
Preservar el planeta: No
atentar y más bien preservar todas las formas de vida así como el equilibrio
ecológico del planeta.
f)
Reinventar la solidaridad: Aunar esfuerzos para el desarrollo de la comunidad. Alentando y dando
oportunidad a la participación de las mujeres o cualquier minoría. Respetando
los principios democráticos y buscando nuevas y efectivas formas de
solidaridad.
El
conciliador no sólo practicaría estas actitudes éticas sino que con su función
conciliatoria haría una pedagogía de ellos. Como se aprecia la cuarta actitud
con la que cultivamos la paz nos sitúa en el centro de la conciliación:
Escuchar para comprenderse
CONCILIACIÓN
Y CONSENSO
La
conciliación es la búsqueda de una solución consensual al conflicto (Art. 5
Ley 26872). La conciliación es una institución consensual, o sea, los
acuerdos adoptados (o el reconocimiento de que no es posible acuerdo alguno)
obedecen únicamente a la voluntad de las partes: voluntad de diálogo y voluntad
de encontrar un acuerdo. En la medida en que la conciliación propicia e
inculca en la sociedad ambas voluntades se va construyendo la mencionada
cultura de paz.
Este
carácter consensual de la conciliación no es accidental, antes bien, forma
parte del significado más íntimo del acto de conciliar. La voz latina conciliare,
de la cual proviene conciliar, significa – según el Diccionario de la Lengua
Española – “componer y ajustar los ánimos de los que están opuestos entre sí”.
Ánimos que se expresan en pareceres o proposiciones contrarias y
controversiales.
Aún
cuando la conciliación no resuelve el complejo y serio problema del acceso a la
justicia en nuestra sociedad, sin embargo, es un buen antídoto contra los
malestares generados por el conflicto y la lógica de la disputa y el pleito.
La
conciliación valiéndose de la terapia del diálogo enmienda los ánimos
antes indispuestos y criados al amparo del conflicto. Conflicto no sólo por
incompatibles objetivos, fines o intereses, sino también, a causa de la
diversidad de puntos de vista, de la prioridad desde donde se valora y evalúa
algo, así como por la diferencia en el contenido o apreciación de la pretensión
en disputa entre la partes.
La
lógica del proceso judicial, envuelto en el pleito o la litis jurídica, no
busca enmendar los ánimos sino señalar el derecho y lo que en orden a la ley es
lo justo. Después del dictum del derecho, lo justo habrá sido aplicado pero los
ánimos y las relaciones personales se habrán debilitado por el cáncer del odio,
del rencor y el descontento.
La
conciliación tiene una función ética cuando enmienda los ánimos para que estos
se compongan en lugar de degenerarse en actos violentos o en un conflicto que
acentúa la rivalidad y la diferencia. Una sociedad sin este afán conciliatorio
se atomiza y se convierte en un campo de disputas inacabables. Pero la causa de
que los ánimos se indispongan, de que uno sienta rival a su prójimo y a sus
pretensiones, no nace fundamentalmente con ocasión del conflicto entre
intereses patrimoniales o materias de libre disposición entre las partes.
Si
únicamente las diferencias sobre el pago de suma de dinero nos llevara a un
juicio, una vez resuelto ese punto en la instancia jurisdiccional, una de las
partes habrá perdido la causa pero no por ello debería seguirse que la pérdida
acarrea también la del amigo, la amistad o el tipo de relación y acercamiento
que habría con la parte triunfante antes del proceso judicial.
¿Por
qué a pesar de la actuación de la justicia las partes no recomponen sus ánimos
y sus relaciones como al comienzo o incluso mejor?
El
conflicto no es sólo de índole económica, patrimonial o reducible a dichos
intereses. Hay también conflictos de valores, de percepciones sobre lo justo y
lo bueno, sobre lo que debiera ser. Es decir, hay un conflicto ético a causa de
la relatividad de los puntos de vista o juicios sobre lo que debiera ser.
La parte
contraria con la que nos indisponemos nos presenta o enseña una versión de lo
que debiera ser no considerada. Por esa suerte de compromiso y convicción que
genera nuestra adherencia a un modo de entender lo bueno, lo justo o adecuado,
es que con ocasión de pareceres rivales respecto a algo en particular, se
desencadena un conflicto, una pugna por defender la postura propia frente a una
postura diferente y extraña. El hecho y el motivo exacto del conflicto son como
el pretexto o la piedra de toque para que salga a la luz diferencias y
disyuntivas más graves que el simple hecho de pagar el alquiler de una casa o
de desocuparla por el incumplimiento en el pago. El fuero jurisdiccional
compone el derecho violado, pero no compone los ánimos en cuyo trasfondo el
derecho aparece como un acuerdo o justicia insuficiente.
La
conciliación resuelve, sobre la base de principios éticos y de la mano del
derecho, los conflictos que siempre involucran convicciones y pareceres éticos,
diversos y de fondo. Para ello apela a la voluntad de las partes, a la voluntad
de alcanzar un consenso.
EL
LÍMITE ÉTICO DE LA VOLUNTAD DE LAS PARTES
El
Art. 3 de la Ley señala: “la conciliación es una institución consensual, en tal
sentido los acuerdos adoptados obedece única y exclusivamente a la voluntad de
las partes”.
Líneas
arriba habíamos sostenido que la conciliación se entiende en dos sentidos: como
una institución que se constituye en mecanismo alternativo para la solución de
conflictos (Art. 5 Ley 26872), o como el acto jurídico por medio del
cual las partes buscan solucionar sus conflictos de intereses (Art. 3
Reglamento).
En
este artículo 3 de la Ley 26872 se define a la conciliación de un tercer modo,
como “una institución consensual”. Intentando dar coherencia a la Ley y a su
Reglamento, en lugar de sólo dar cuenta de sus coherencias, podemos afirmar que
esta tercera caracterización de la conciliación como institución consensual
resume las dos anteriores y, por ende, conjuga los dos objetivos perseguidos
por la conciliación: el ético y el jurídico. Institución porque la
conciliación es un concepto jurídico que tiene su partida de nacimiento y carné
de identidad en una norma positiva, la ley 26872. Es, pues, la conciliación una
institución jurídica. Y su carácter consensual, gracias al cual es
posible esperar un acuerdo entre las partes (Art. 5 Ley 26872), consiste
en que el acto o el intento de “ponerse de acuerdo” a pesar de las diferencias
ó a causa de ellas, está exclusivamente en manos de las partes, específicamente
de su voluntad.
El
conciliador no entorpece y, menos aún, es una tercera voluntad dirimente
respecto a la voluntad de las partes. El conciliador y el proceso conciliatorio
se rigen por el principio de la “autonomía de la voluntad” (Art. 3
Reglamento). Esta autonomía de la voluntad de las partes rige tanto para la
conciliación entendida como acto jurídico (Art. 3 Reglamento) como para
la conciliación definida por su carácter institucional (Art. 3 Ley 26872).
Por
la voluntad de las partes es posible el diálogo, la búsqueda del acuerdo y el
acuerdo mismo. El Art. 4 del Reglamento lo dice así: “el acuerdo
conciliatorio es fiel expresión de la voluntad de las partes y del consenso al
que han llegado para solucionar sus diferencias”. Y Cómo nace está voluntad de
las partes para dialogar, ponerse de acuerdo, hacerse concesiones reciprocas,
sino es gracias a la influencia que la ética y el llamado de la cultura de paz
produce en nuestra sociedad.
La
propia ley lo dice aunque de manera indirecta en el Art. 5 del Reglamento: “la
autonomía de la voluntad a que hace referencia el artículo 3 de la Ley no se
ejerce irrestrictamente. Las partes pueden disponer de sus derechos siempre y
cuando no afecten con ello normas de carácter imperativo ni contraríen el orden
público ni las buenas costumbres”.
La
autonomía de la voluntad de las partes es condición de posibilidad de la
conciliación. Pero la conciliación a la vez supone un marco mayor de
referencias con relación a la cual la voluntad de las partes debe guardar
coherencia. Ese marco de referencia tiene tres niveles:
-
El derecho (Respeto
a normas de carácter imperativo)
-
El orden público (Respeto
a normas sociales de comportamiento debido).
-
Las buenas costumbres (Respeto
a valores y normas éticas de lo que es bueno hacer).
Lo
común de cada nivel de este marco de referencias, en que se mueve la autonomía
de la voluntad de las partes, es que prescriben lo que debe ser: ya sea de
manera legal y jurídicamente obligatoria (Derecho); o de acuerdo a lo
establecido por la sociedad como necesario para una adecuada convivencia (Orden
Público); o conforme a los valores de la cultura que guían nuestra vida y
actos (Buenas Costumbres).
Como
la voluntad de las partes tiene como limites y supuestos estos niveles el
transgredirlos puede generar, y de hecho lo hace, un tipo distinto del
conflicto. Más aún, los diversos conflictos entre las partes pueden reducirse
en términos generales a tres tipos de conflictos dependiendo de que nivel del
marco de referencia resulte causante del mismo:
-
Conflicto por sus fines, basado en aquello que quieren las partes y que debe ser “pretensión
determinada y determinable que verse sobre derechos disponibles de las partes”
(Art. 9 Ley 26872). Este conflicto, y la búsqueda de su solución, exigen
el reconocimiento del marco dado por el derecho según la materia
correspondiente.
-
Conflicto de valores y pautas sociales, cada parte justifica su posición desde un valor social diferente, es
decir, por pautas implícitas o no en la toma de decisiones. Por ejemplo, para
un ciudadano pobre sería comprensible no poder pagar el alquiler de su casa y,
más bien, un abuso de parte del arrendatario el que quiere desalojarlo. La
solución a este conflicto exige considerar el marco de referencia social.
-
Conflicto de creencias, cada parte defiende su punto de vista sobre la base de un sistema de
creencias. Creencias de lo que debe ser. Por ejemplo, la igualdad de derechos
entre los hombres no así para las mujeres. La cultura y la ética son el marco
cuyo enfoque permitirá comprender la dimensión del conflicto y su posible
solución.
La
ley de conciliación no señala con exactitud esas normas sociales de orden
público o esos valores éticos que las partes no deben afectar o contravenir en
su intento de conciliar. Con respecto a las normas de carácter imperativo se
puede suplir dicha precisión considerando todas las normas del ordenamiento
jurídico. No obstante, esa falta de precisión cabe explicarla tanto porque la
ley no puede definir temas que por su propia naturaleza son complejos y, por
otra parte, porque pareciera innecesario hacerlo dado la evidencia de los
mismos.
En
todo caso consideramos que los principios éticos que guían la conciliación, los
cuales son taxativamente señalados por la ley: equidad, veracidad, buena fe, confidencialidad,
imparcialidad, neutralidad, celeridad, economía y legalidad. (Tanto en el
Art. 2 de la Ley 26872 como en el Art. 2 del Reglamento), resumen los tres
niveles de este marco de referencias.
Es
en estos principios donde debemos buscar la valía de la ética en la
conciliación extrajudicial. Además, a través de la escrupulosa observancia de
esos principios, la ética se vuelve un asunto práctico en el quehacer del
conciliador extrajudicial.
CONCLUSIÓN:
Cada
vez que inicio el dictado del modulo relativo a ética aplicada a la
conciliación, como parte de un Curso de
Formación y Capacitación de Conciliadores Extrajudiciales, sugiero a mis
alumnos, futuros conciliadores, hacer una reflexión que esclarezca los alcances
y límites de la ética en la conciliación. Y propongo como hilo conductor de
dicha reflexión la simple pregunta, (sugerida al inicio de este artículo), pero
que ante el escasísimo interés que se le da a la ética dentro de la estructura
temática de la conciliación, es una pregunta apremiante y decisiva: ¿La
ética cumple un papel principal o secundario en la conciliación extrajudicial?.
Sin la menor duda, el papel de la ética en la conciliación es principalísimo.
Me permito, a lo ya sostenido, acotar, a manera de epílogo, tres razones: la ética
fundamenta, autocompone y regula la conciliación
extrajudicial.
La
ética en sí misma es ya valiosa por ser una reflexión que invita a una práctica
debida o conveniente para acceder, de manera individual o comunitaria, a una
vida justa y pacífica, de personas libres e iguales. Valor acrisolado aun más
en nuestras sociedades contemporáneas. Fragmentadas por un sin número de
malestares que retratan un debilitamiento, cuestionamiento y exclusión de la
moral, cuando no una pérdida del sentido de la vida buena.
Y
esta importancia general e histórica de la ética se redimensiona cuando toma
cuerpo no sólo en el forjamiento de prácticas
de comportamiento debido sino, y ante todo, en instituciones sociales donde se
redefinen las metas de la ética. Donde se deja a tras la validez formal de una
norma y se abre paso a una crítica de la misma de manera cotextualizada y
activa, por su capacidad vinculante en el tejido social. Esto sucede con el
valor de la ética en la conciliación extrajudicial.
No
es retórico sino elocuente sostener que la conciliación extrajudicial es el
terreno ético necesario para situar a las partes en la disposición de componer
ellas mismas sus ánimos indispuestos. Porqué la conciliación extrajudicial
aspira a fines éticos (como la construcción de una cultura de la paz),
constituye una práctica ética (como es la terapia del diálogo sobre la base de
la equidad) y es una nueva forma de hacer justicia (en tanto mecanismo
alternativo de solución de conflictos) es que se puede afirmar que la ética
fundamenta, autocompone y regula la conciliación extrajudicial.
Pero
precisemos aun más esta triple influencia de la ética en la conciliación. El no
hacerlo, o disminuir la importancia ética de la conciliación (como sucede en
los cursos de formación y capacitación de conciliadores donde el módulo de
ética aplicada a la conciliación es de apenas dos horas de duración a lo largo
del curso), es ser cómplices con el debilitamiento o fracaso de esta deseable
institución ética-jurídica.
La
ética fundamenta la conciliación en la medida en que
implementa determinados principios éticos conducentes, más que a un buen
funcionamiento de la conciliación, a la meta sustantiva que ella se propone
alcanzar: la construcción de una cultura de paz. Este carácter de fundamento lo
es porque sólo desde la ética se entiende la razón de ser de la cultura de paz,
de la conciliación en referencia a esa cultura, y de la necesidad de nuestra
sociedad por tal cultura y tal conciliación.
La
ética autocompone la conciliación por que ella no sólo
aspira a fines éticos sino que ella misma es una institución ética. Es decir,
su significado y forma de llevarse a cabo es a través de una práctica ética
como lo es el sentido de equidad y la terapia del diálogo en virtud de los
cuales las partes componen sus ánimos e intentan conciliar. La conciliación no
funcionaría ni sería claro su sentido si no se basara ni fomentara la voluntad
al diálogo y la voluntad de encontrar un acuerdo entre las partes en disputa. Y
ambas voluntades no son una creación espontánea de las partes. Es el resultado
de la influencia de la ética sobre ellas, así como del mecanismo mismo que la
propicia, invitando a conciliar.
Y la
ética regula la conciliación porque el perfil del conciliador es
básicamente ético (hacedor de paz). Además, la libertad de acción de éste y la
autonomía de la voluntad de las partes tienen como límite regulador el marco de
referencias descrito por la ética (normas éticas, buenas costumbres,
principios, etc.). Y, específicamente, porque el centro de conciliación, donde
se realiza el acto conciliatorio, mide su eficiencia entre otros criterios por
la transparencia ética de todos sus integrantes. En suma, la ética regula la
forma y el contenido de la conciliación extrajudicial. La hace un mecanismo
efectivo y alternativo de solución de conflictos animada por un nuevo sentido
de justicia.
No
es que la justicia en sede judicial se mude en equidad en el terreno de la
conciliación extrajudicial. Creo que plantearlo de esa forma es un
reduccionismo, pues sugiere que la equidad es un subproducto de un sentido
judicial de lo justo. Cuando lo cierto es que la conciliación sitúa lo justo
dentro de lo ético y los límites de lo debido dentro de una práctica mayor del
bien. La equidad como justicia es el mensaje novedoso de la conciliación
extrajudicial.